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martes, 30 de julio de 2013

Hasta dónde contar

Nadie ha sabido explicarme ni yo he sido capaz de descubrir qué meridiano separa el interés humano del morbo zafio y ramplón. ¿Dónde acaba lo que es razonable querer conocer y dónde comienza la curiosidad malsana, el cotilleo indecente, la invasión procaz de la intimidad ajena? Nombre (¿Con uno, dos apellidos? ¿Oculto tras unas iniciales?), edad, profesión, procedencia (¿Siempre?)... A primera vista, es lo obvio, lo básico, lo imprescindible. Con menos no dices nada, y aun así ya habría quien podría porfiar que has dicho más de la cuenta. Seguir avanzando es, con alta probabilidad, transitar por donde no se tiene permiso: qué le había traído al lugar que le hizo dejar de ser anónimo o anónima, quién lo (la) acompañaba, quién lo (la) esperaba, de quién se había despedido. Y su aspecto, claro, que vivimos en la era de la imagen. Hoy, además, eso es muy fácil porque cuando no sospechamos que algún día hablarán de nosotros (y no por algo bueno), vamos dejando pelos, señales... y por supuesto, fotografías que llegarán a muchísimos más ojos de los inicialmente previstos. Sin respeto ni miramientos por el contexto. Al contrario, aprovechando la carga dramática de las paradojas. Alguien mira al objetivo con una sonrisa luminosa que desborda vida y justamente esa instantánea es la que ilustra la noticia de su muerte. Un millón, dos, tres... de congéneres que jamás reparamos en su existencia (y viceversa) adquirimos noción de ella cuando ya es pasado. ¿Con qué derecho?

Eso es, precisamente, lo que decía que aún no he averiguado. Ni en mi condición del que lo cuenta porque tal es mi oficio, ni en mi circunstancia de quien lee, escucha o mira desde el otro lado. Eso hace que me sienta incómodo, igual cuando soy el narrador que cuando formo parte del público. Mi único consuelo, que en realidad es una tosca autojustificación, se reduce a pensar que no seré el único a quien le ocurra. Aunque cada vez me cuesta más creerlo.

lunes, 29 de julio de 2013

Tratamientos de fertilidad... y algo más

[Segundo apunte aclaratorio tras mi columna en Grupo Noticias de ayer. En el primero, reflexionaba sobre lo que yo entiendo como linchamiento a la ministra Ana Mato. Aquí voy al fondo del asunto... más o menos]

Lo diré del tirón: no creo que los tratamientos de fertilidad deban ser financiados por el sistema sanitario público. Añadiría que en ningún caso, pero por no pecar de soberbia generalista, matizaré que dejo un margen para aquellas situaciones que, aun siendo incapaz de imaginarlas, no discutiré si alguien con criterio me razona que responden a una necesidad terapéutica. A partir de ahí, e independientemente de circunstancias vitales, sentimentales o de opciones sexuales, negaría cualquier solicitud. Hasta a mi, que la acabo de escribir, me parece una frase tajante y altamente impopular que tal vez debería haber dulcificado. ¿Cómo se puede ser tan inhumano, habiendo posibilidad científica, de negar a alguien la oportunidad de realizarse personalmente con la maternidad y/o la paternidad? Me temo que seguiré por el camino de la aspereza formal: pues del mismo modo que se le niega una operación de miopía a alguien que no ve tres en un burro o una dentadura postiza a una viuda que cobra 460 euros al mes. Igual igual que a alguien con una enfermedad degenerativa galopante se le da cita para cuando probablemente no haya nada que hacer. No es que no llegue para todo, es que no llega para casi nada. Lo sorprendente es que a la hora de establecer prioridades haya quien defienda, aunque sea tácitamente, que los que siempre se han jodido tienen que seguir jodiéndose porque su causa es menos fotogénica, menos mediática o no ha encontrado unos finísimos paladines que inventen palabros para defenderla.

No sé si caemos en la cuenta de que esta realidad que tanto nos cuesta aceptar, que nos hace protestar, reivindicar y patalear hasta la extenuación, era una cuestión totalmente asumida por las generaciones anteriores. Mi difunto padre y mi madre antes de que se le fuera la cabeza, por ejemplo, ya sabían que la vida en general es una sucesión de inmensas putadas — y satisfacciones, no nos pongamos tremendistas— con las que no queda otra que apechugar. Por descontado que hay que hacer frente a las injusticias y no dejarse doblegar por quienes nos las imponen, pero en muchos casos, la adversidad viene sin que la traiga ningún malnacido. Y sí, en esta parte del mundo y por una serie de acontecimientos históricos y azares en los que merecerá la pena entrar en otro momento, es cierto que disponemos de un Estado que debería tender a amortiguar los golpes y a hacernos la existencia más llevadera... en la medida de lo posible. Sin embargo, si no hubiéramos reducido a polvo nuestro índice de tolerancia a la frustración, tendríamos muy claro que hay un puñado de morlacos con los que debemos vérnoslas sin la ayuda de la autoridad competente. Ser bajito y rechoncho como servidor, que a uno lo quieran más o menos, carecer de aptitudes para escalar el K-2, no encontrar la media naranja o el cuarto de melón, encontrarlos y perderlos al rato siguiente, no tener una polla como una olla o unas tetas de escándalo... En todo eso y en muchísimos otros reveses bastante más graves no puede —y quizá no deba— entrar ningún gobierno.

Volveré a sonar desagradable: no tener hijos deseándolos es uno de esos infortunios de los que no cabe pedir cuentas a la administración. Si pensamos que sí, como veo a mi alrededor, será difícil fijar límites. No habrá cuita cuya resolución urgente no se reclame como derecho inalienable... e imposible de cumplir. Ya no hablamos de política ni de ideología, sino de algo más primario, de esa vida —vuelvo a insistir— que nos sonríe durante un segundo por cada quince que se descojona de nosotros.

Como se habrá comprobado, en esta reflexión zigzagueante he vadeado el pantano del género y la identidad u orientación sexual. Sinceramente, creo que no procede mezclarlo en este debate, que afecta a todas las personas y no solo a unas cuantas. De hecho, sostengo que una de las grandes torpezas —o pensando mal para acertar, una de las actitudes intencionadamente perversas— de Ana Mato y el Gobierno del PP ha sido aprovechar el viaje para castigar los modelos de relación que se salen de su ideario. Pudiendo haber optado por la supresión de todos los tratamientos de fecundación asistida, ha decidido mantenerlos únicamente para los matrimonios establecidos de acuerdo a la (rancia) tradición. Quiero anotar que eso no se me escapa y que me parece deleznable por dos motivos. El primero, por la estrechez mental y la injusticia que manifiestan. El segundo, porque ha enmerdado lo que debería haber sido un enriquecedor intercambio de opiniones sobre los servicios públicos deseables y los posibles, sobre el tipo de ciudadanos en que nos estamos convirtiendo... y sobre la vida, que tantas veces he mencionado en estas líneas.

Intuyo que de aquí saldrán unos cuantos apuntes más.

domingo, 28 de julio de 2013

Cacerías

Supongo que me lo he ganado a pulso. Solo a mi se me ocurre dedicar la última columna antes de las vacaciones a un asunto de esos en los que es mejor no llevar la contraria a los poseedores de la verdad. ¿A uno he dicho? En realidad eran dos los charcos que pisaba en el mismo puñado de líneas, y ambos, hay que ser bruto, lejanos a la ortodoxia. Por un lado estaba el cenagal de los tratamientos de fertilidad y por otro, el despeñadero de los linchamientos a según quién, que es por donde enfilaré este apunte aclaratorio. Sobre lo primero, aún tengo unas cuantas ideas que poner a enfriar...

No me gustan las lapidaciones. Ni siquiera las dialécticas. Me da igual que la víctima sea Ada Colau, el maquinista del Alvia o una ministra del PP. Sí, aunque no sienta por ella la menor simpatía, aunque esté convencido de que es una calamidad, aunque me provoquen vergüenza ajena sus decisiones y sus declaraciones. Llego a entender la crítica mordaz, la carga de profundidad, incluso una rociada verbal de racimo acorde a cargo, nulidad y sueldo. Hay testigos de que me he sumado en más de un caso a prácticas como esas. Pero me detengo en cuanto empiezo a percibir ojos inyectados en sangre y competiciones por ver quién es el más despiadado. Ahí pierde sentido el objetivo inicial. El fondo se va al carajo en beneficio de las formas... de las malas formas, las que no distinguen arre de so, las que bendicen insultos machistas, sobradas basadas en el aspecto físico o cualquier garrulez de las que en otras circunstancias nos harían saltar al cuello de quienes las profieren.

Hace un par de días, Iñigo Sáenz de Ugarte clamaba en eldiario.es con toda la razón del mundo contra las tundas mediáticas. Comparto la reflexión de la cruz a la raya, pero no serviría de nada que lo hiciera si en la misma frase —esta— no añadiera que la validez de esa denuncia está sujeta a su universalidad. No caben excepciones por afinidades. También cuando las cacerías son sobre quienes nos caen antipáticos deberíamos pedir templanza y, desde luego, bajarnos en marcha de la cuadrilla de acollejamiento. Es una cuestión ética o deontólogica, por descontado, pero como ya sé que eso se la trae al pairo a más de quince, anoto que también hay un propósito pragmático. Hay quien desea y celebra que cualquier materia de debate se reduzca a refriega en territorio embarrado porque ahí están seguros, como poco, de empatar. Y suelen ganar porque a fuerza de amos y años de entrenamiento, son expertos en juego sucio. Su gran logro de un tiempo a esta parte es haber conseguido tener enfrente a unos tipos tan cerriles como ellos. ¿Una prueba? El modelo de tertulia de la TDT se ha extendido a los canales convencionales. Lo de menos es el qué. Gana quien más grita, quien más insulta, quien más manipula, quien más pico demuestra. Pensemos por un minuto si esa es la defensa más adecuada de nuestros argumentos.

Me sé excepción y hasta bicho raro. Sigo creyendo en lo que digo y escribo, sin perder jamás de vista que puedo estar equivocado o que lo que postulo tiene opciones de ser solo una parte infinitesimal de la verdad. En cualquier caso, y aunque también voy al límite con los adjetivos de punta, no me sale de las narices ir por sistema a la tibia del contrario. Por mucho que se llame Ana Mato.

La otra cuestión, la de los tratamientos de fertilidad, la dejamos para el siguiente apunte.

miércoles, 29 de mayo de 2013

Señoría Coscubiela

No tenía ni mal concepto ni malas referencias de Joan Coscubiela. Más allá del vicio compartido con otras señorías de tirarse por el tobogán demagógico y sobreactuar ante los focos, encontraba muy sensatas algunas de las cosas que decía. Lo contaba, de hecho, entre las tres docenas de diputados y diputadas del Congreso que, siglas aparte, siento que me representan. Ya no.

¿Porque me ha llamado inquisidor y español, dejando entrever que para él uno y otro término son equivalentes en carga despectiva? Qué va. Eso solo me ha provocado cierta sorpresa. No esperaba semejante atención ni en ese tono de un político electo, sin más. La decepción venía de un tuit anterior que copio y pego manteniendo ortografía y gramática:
“Con pesar le he dicho a periodista joven: "Que duro, estudiar Ciencias de la Información para que Jefe te envíe a preguntar sobre gintónics"
Cuántas cosas pueden llegar a revelar unos pocos caracteres. Anoto, en primer lugar, la condescendencia innecesaria. Parece que estuviera perdonándole la vida a quien le formuló la molesta pregunta sobre sus privilegios. Y luego, la alusión al supuesto encargo del jefe para que le buscara las cosquillas. Tal vez a alguien que come de la disciplina de partido, es decir, de la sumisión perruna a una ejecutiva que le marca el carril, le pueda parecer extraño que los periodistas —jóvenes, veteranos o de mediana edad— hagan preguntas por iniciativa propia. Pero a veces es así, excelencia Joan. No niego que hay ocasiones en que los plumillas actúan en comisión de servicio o preguntan por persona interpuesta, pero en el caso que nos ocupa no había ninguna necesidad. Hasta el más novel de los reporteros destacados en el domicilio putativo de la soberanía popular tenía claro ayer que había que interpelar a los culiparlantes por los precios de la cafetería. Mal que le pese al escañista de la Izquierda (ejem) Plural (ejem, ejem), era el asunto del día.

Y ahí llegamos a otro aspecto altamente ilustrativo. Que Coscubiela no sea capaz de ver que la cuestión del pimple con descuento había pasado en la calle de anécdota a categoría —algo he escrito sobre ello— confirma las sospechas y las denuncias: hay políticos que viven en otro mundo, en ese mundo donde no hay que llevarse la mano al bolsillo para casi nada. Ayer en los bares de precio normal, en los ascensores, en las máquinas de café y en las colas del paro el gran tema de conversación de los sufridos plebeyos eran las tarifas del bebercio en la cantina de la (mal) llamada cámara baja. Después, en esos ratos de autoflagelo postizo, saldrá con la cantinela de la desconexión entre la ciudadanía y los pisamoquetas, no te jode. Sí, pisamoquetas, aguerrido portavoz de sí mismo: usted ha dejado muy claro que es uno de ellos.

Añado, eso sí, que se trata de un pisamoquetas con cierto nivel de consentimiento. Imagine que en lugar de su menda, con el pedidrí impoluto de progrerío que gasta, el tuit melonudo hubiera sido obra, pongamos, de Toni Cantó, González Pons u otro de los bocabuzones habituales de allende la línea imaginaria. Trending Topic instantáneo, hostias como panes y noticia más vista en todos los pregonaderos ortopensantes. Pero, como es buen chico y de los nuestros, la cosa le salió, como los gintonics de marras, a precio de ganga. Algún que otro coscorrón que, cual fue mi caso, no se privó de devolver multiplicado. La única duda que me queda es si en su hit parade insultador va antes lo de inquisidor o lo de español.

lunes, 22 de abril de 2013

La decisión de Manolo Saco


Me entero con retraso de que Manolo Saco, ante cuya pluma hago la ola y aplaudo con las orejas incluso cuando no coincido en lo que dice, ha abandonado su colaboración en Eldiario.es. Con una elegancia que yo no sería capaz de empatarle, se despide de su puño y letra de los lectores en el último comentario a la entrada de su blog que provocó la decisión de marcharse con la integridad a otra parte. Qué atrevimiento el suyo, no bailarle el agua rodilla en tierra a Chávez, uno de los iconos intocables de una parte no pequeña de la parroquia que frecuenta el medio donde firmaba Manolo. Le cayó —era de cajón— la del pulpo y él, en lugar de liarse a salivazos con los que le ponían de facha cabrón para arriba, prefirió hacerse a un lado sin montar dramas: “Los lectores tenéis derecho a no correr el riesgo de sobresaltaros cada mañana, pensando que un francotirador os podría estar atacando con fuego amigo”.

Habrá quien diga que vaya poco fuste, que cuando uno se dedica a espolvorear opiniones debe estar dispuesto a ser hostiado con razón o sin ella y que si no aguanta que le unten el morro, mejor que se dedique a criar chinchillas. Obviamente, no tienen ni puta idea de quién es Saco ni de las veces que le han puesto las costillas al rojo sin que él dejara escapar medio quejido. Esto no va de bravucones supermachos. Sin estar en su piel, aunque sintiéndome muy cerca, puedo intuir que simplemente se ha hartado de darse de cabezazos con un muro. La cosa, creo, tiene que ver con lo que os contaba en la entrada sobre mi eterna confusión: hay lectores de boina atornillada que si no reciben el pienso exactamente a su gusto se lían a trompadas con el autor. No hablo de la sanísima discrepancia, de los que manifiestan —incluso con lenguaje contundente pero nunca entrando al tobillo— su desacuerdo y aportan sus razones. Esos y esas que te dicen lo que piensan sin pelos en la lengua apoyados en la confianza crítica son una bendición para los que decimos sinceramente y no como fórmula que estamos dispuestos a aprender... y a reconocer nuestros posibles errores. Los otros, los que, amparados en el cobarde anonimato, vienen a cagarse en tu padre son un puñetero cáncer.

En el caso de Manolo Saco hay, sin embargo, un matiz importante. Si normalmente puedes reservar el derecho de admisión para sacarte de encima a la talibanada, en Eldiario.es buena parte de los comentaristas son socios, es decir, sueltan sus euritos, dando lugar a esa máxima perversa del capitalismo consumista: el que paga manda. Teniendo en cuenta el tipo de medio del que estamos hablando y sus presupuestos ideológicos, no deja de ser desazonador que algunos de los que han pasado por caja estén convencidos a pies juntillas de que su cuota incluye el derecho a escupir a los autores que no les hagan cucamonas. Lo jodido es que si los que cotizan te piden genuflexiones contradictorias entre sí y tú tratas de complacerlos, acabas hecho un ocho. Por no hablar de lo gracioso que es que los que te reclaman una independencia cuasi heroica se enfurruñen si no tecleas a su dictado.

Hay una incómoda reflexión final. Se ha hecho ley de las redes sociales no alimentar a los trols. Esto se entiende normalmente como vencer la tentación de entrar al cebo venenoso que te dejan en sus deposiciones. Pero yo amplío el concepto. No alimentar a los trols también es directamente no proveerles de saque de sus potitos favoritos. Si los columnistas no salieran a buscar el aplauso y los medios no fueran a por el click de aluvión, tal vez otro gallo nos cantaría. Ya dije, y cada vez estoy más convencido de ello, que igual que hay una caverna, le están creciendo peligrosamente los dientes a algo que si no es una contracaverna, se le parece mucho. ¿Quién gana en el río revuelto, en el campo embarrado? Lo sospecho, pero estoy aun más seguro de que entre los que pierden figuran aquellos que, equivocándose o no en sus opiniones, tratan de exponerlas honestamente. Saco es uno de ellos. Hacedme el favor de decirme dónde podré seguir leyéndole.

lunes, 8 de abril de 2013

La potentada Barkos y el emporio Euskalerria Irratia


¡Extra, extra! ¡Supernotición del megacopón! ¡Piazo exclusivaza que no se la salta Sergei Bubka! Que cuenta el Diario de Navarra —sí el del gran don Raimundo García, alias Garcilaso, que en gloria requeté esté— que Uxue Barkos, además de peligrosa provasca, es una prevaricadora del carajo de la vela. ¿Otra que ha pillado dietas triples de la Can? ¡Ca, muchisímo peor, o sea, pior! ¿No te fastidia que a su señoría abertzalizante se le ocurrió pedir al tesoro español (¡es-pa-ñol!) un óbolo para el emporio comunicativo que atiende por Euskalerria Irratia? ¡Siendo ella misma, chúpate esa, accionista de ese garito que viene a ser —todos lo sabemos— la versión foral de Murdoch Corporation, que no hay más que ver sus micrófonos de oro y los sueldos megamillonarios que cobran sus piadores!

Y ahora en serio o así. Tiene toneladas de bemoles que el papel que se ha puesto de perfil en todo el mondongo del Canicidio salga ahora con estas y que, para más inri, lo haga en una portada a todo trapo. Por fortuna, creo que ya no cuela. Hasta al lector más hooligan de DDN le dan los magines para saber que, por desgracia, ser accionista de la eternamente puteada Euskalerria Irratia es mucho más un acto de altruismo sin esperanza de retorno económico que una inversión. Pretender sacarle punta a esa bola de billar es un autorretrato a tamaño natural de quien lo hace. Y una pésima práctica periodística. ¡Con la de cátedros de la uni guay que ejercen en el medio!

domingo, 7 de abril de 2013

Más sobre la inocencia según Bruckner

Completo el apunte anterior con una selección de citas de La tentación de la inocencia. Son todas de la primera parte. He frenado al darme cuenta de que corría el riesgo de copiar medio libro. En cualquier caso, son más que suficientes —ahí os dejo el envite— para debatir, dialogar, comentar o lo que os/nos pida el cuerpo sobre su contenido. Para que situéis mejor a Pascal Bruckner, anoto (esto me lo recordaba El Jukebox) que, entre otras obras, es autor de la novela Luna amarga, llevada al cine por Polanski hace más de dos decenios y que aquí vimos bajo el título Lunas de hiel. Vamos, que cualquier parecido con Paulo Coelho es mera coincidencia... Ahí van los entrecomillados:

El infantilismo combina una exigencia de seguridad con una avidez sin límites y se manifiesta en el deseo de ser sustentado sin verse sometido a la más mínima obligación. Si se impone con tanta fuerza, si tiñe el conjunto de nuestras vidas con su tonalidad particular, es porque dispone en nuestras sociedades de dos aliados objetivos que lo alimentan y lo segregan continuamente, el consumismo y la diversión, fundamentados ambos sobre el principio de la sorpresa permanente y de la satisfacción ilimitada.
 En cuanto a la victimización, es esa tendencia del ciudadano mimado del «paraíso capitalista» a concebirse según el modelo de los pueblos perseguidos, sobre todo en una época en la que la crisis mina nuestra confianza en las bondades del sistema.
 [El infantilismo y la victimación] consagran no obstante esa paradoja del individuo contemporáneo pendiente hasta la exageración de su independencia pero que al mismo tiempo reclama cuidados y asistencia, que combina la doble figura del disidente y del bebé y habla el doble lenguaje del no conformismo y de la exigencia insaciable. Y así como el niño, por su débil constitución, dispone de unos derechos que perderá al crecer, la víctima, por su sufrimiento, merece consuelo y compensación. Hacerse el niño cuando se es adulto, el necesitado cuando se es próspero, es en ambos casos buscar ventajas inmerecidas, colocar a los demás en estado de deudores respecto a uno mismo.
 Se usurpa entonces el lugar de los auténticos desheredados. Y éstos no reclaman derogaciones ni prerrogativas, sino sencillamente el derecho a ser hombres y mujeres como los demás. En eso estriba toda la diferencia. Los pseudodesesperados quieren distinguirse, reclaman favores para no ser confundidos con la humanidad corriente; los otros reclaman justicia para convertirse sencillamente en humanos. Por eso mismo hay tantos criminales que se ponen la máscara del torturado con el fin de perpetrar sus crímenes con la absoluta buena conciencia de ser unos canallas inocentes.
 La izquierda histórica (que hay que distinguir de los partidos que se reivindican como tal), heredera del mensaje evangélico, ha conseguido imponer al conjunto del mundo político el punto de vista de los desfavorecidos; pero con demasiada frecuencia se ha estrellado en el amanecer posrevolucionario, en la transformación ineludible del antiguo explotado en nuevo explotador. Movimientos de liberación, sublevaciones, levantamientos populares, luchas nacionales, todos parecen condenados al despotismo, a la reproducción de la iniquidad. ¿Para qué sublevarse si es para repetir lo peor? Tal es la dificultad: ¿cómo seguir acudiendo en ayuda de los dominados sin ceder ante los impostores de todo tipo que se apropian del discurso victimista?
No digáis que no se os ocurren apostillas y contra-apostillas. Pues a ello.

lunes, 1 de abril de 2013

Adiós, sueño islandés


Qué bajón. Islandia ya no sirve como espejo al que mirarse. De revolución, nada. Un efímero ensueño. Aunque, caray, hay que ver cómo se aferraban a él algunos, cómo se subían cuatro centímetros por encima del suelo para callar la boca de los cenizos que barruntábamos que sonaba demasiado bonito para ser verdad. Y no era solo cosa de intuición pesimista, sino que leías cosas aquí o allá y no salían las cuentas. Pero cualquiera se atrevía a discutir. Como tantas veces, entregabas la perra gorda sonriendo y agradecido por no haberte llevado una somanta dialéctica.

¿Algún aprendizaje? Sospecho que no. Esas verdades esféricas que mentaba en el apunte anterior seguirán ahí, hinchándose hasta hacer ploff y ser sustituidas por la siguiente, puesta en circulación por exactamente los mismos pergeñadores de la martingala difunta.

Descanse en paz la quimera islandesa. (Recomiendo vivamente la lectura del enlace)

[Imagen tomada del portal Enpositivo]

viernes, 29 de marzo de 2013

Confundido


Uno de los comentaristas al anterior apunte de este blog da en el clavo. O casi, porque dice que me ve un poco confundido últimamente y en realidad estoy más que un poco (tirando a bastante) y no es cosa reciente sino que viene prácticamente de serie. De hecho, si fuera el protagonista de uno de los chistes clásicos de Forges, al ser preguntado por el funcionario narigón sobre mi estado, la respuesta indubitada sería: confuso, eterna y crecientemente confuso. Es una de mis señas de identidad y la asumo sin hacer dramas ni alardes de ello. Igual que me tocó una estatura talla futbolín y una de las últimas caras que repartían, nací, en lugar de con un pan bajo el brazo, con una empanada mental perpetua. Habrá quien lo vea como una insalvable discapacidad o una desgracia de las que mueven a compasión, pero con el tiempo he aprendido a bandearme con ella e incluso diría que he sido capaz de hacer de la necesidad virtud.

¡Venga ya, virtud! En tu oficio, Javier, ¿para qué leñe sirve esa especie de astigmatismo cerebral que te impide ver las cosas con absoluta nitidez? Os lo diré: es un freno que me ha evitado hostiarme ni sé las veces contra las puñeteras verdades esféricas. Es más, en las oportunidades en que he ido de chulito y me he dejado la confusión en la mesilla, he acabado empotrado en una de esas irrefutables evidencias que no lo eran.

Ya sé que lo que se lleva es la seguridad sin fisuras ni matices, el ojo clínico infalible que donde se posa pone la bala o el estilete. Cómo molan, ¿eh?, esos columnistas o tertulianos que siempre saben sin lugar a dudas y sin necesidad de auscultar al paciente qué mal le aqueja y cuál es el tratamiento adecuado. Tengo suficiente material publicado para probar que yo también he obrado por el estilo... y en ocasiones ha funcionado porque se trataba de resolver un dos más dos, por chamba o por experiencia. Otras, insisto, la certidumbre incapaz de bajarse del burro ha sido fuente de errores lamentables.

Así que me quedo con mi confusión, que es la que me hace mirar en todas las direcciones posibles antes de cruzar la calle a difundir lo que pienso, que en realidad es lo que pienso que pienso. Así lo hice, por ejemplo en los textos sobre el escrache por los que tantas collejas me han llovido. Traté de inventariar las distintas formas de abordar el asunto que se me ocurrían. Eso incluía pros, contras y mediopensionismos. La conclusión final era, efectivamente, que yo mismo no era demasiado partidario de tentar la suerte, lo cual se tradujo al lenguaje binario habitual —conmigo o contra mi— más o menos así: “Este hijo de puta colaboracionista de los desahuciadores y esbirro del capital (que seguramente es multimillonario) es otro para poner en la lista de escrachables. Que se ande al loro”. Así simplifican los que no están confundidos. Pues vale.

Me lo tomo con filosofía y deportividad, sabiendo que estoy incapacitado ética y genéticamente para subirme al carro de los que escriben al gusto exacto de los lectores, de un tipo muy determinado de lectores, los que no soportan pasar su vista por algo diferente a lo que está en su meninges. Sé coser columnas siguiendo esos patrones y aguardando la ovación unánime, pero no me sale de las narices, seguramente, entre otras cosas, porque yo también soy lector y me gusta sentir que me traten con respeto. Luego podré estar o no de acuerdo con lo que leo, pero que traten de colar fast-food guarrete por un plato de la abuela... por ahí no paso. Y creo que nadie debería pasar. Claro que también podría estar confundido. Siempre lo estoy.

jueves, 28 de marzo de 2013

A vueltas con el escrache


Era de cajón que, tal como bajan de revueltas las aguas, una columna sobre el ya archifamoso escrache se quedara corta. Más, si como parece que ha ocurrido, no me he explicado con la elocuencia debida y, de propina, hay quien está dispuesto a quedarse con el trozo que le interesa o, directamente, con un trozo que yo ni había escrito ni había pensado. Puedo hacerme responsable de mis palabras, incluso cuando van mal encaminadas, pero no de lo que ni siquiera estaba en mi intención. Por eso, estas líneas que vienen —muchas, me da la impresión— van destinadas principalmente a las personas que, habiendo discrepado incluso con vehemencia y contundencia verbal, no han perdido nunca el respeto. Son la inmensa mayoría y entre ellas hay personas que me siguen desde que llevaba pantalón corto y a las que nunca agradeceré suficientemente su confianza crítica. Esto lo extiendo a los lectores menos habituales o nuevos que han ejercido legítimamente su derecho a opinar algo diferente o, si cabe, a darme un par de collejas metafóricas. Excluyo, —y si todavía andan por aquí, les pido humildemente que se hagan a un lado— a los que han trocado su argumento por el insulto zafio y cerril apoyado en el cobarde anonimato. Buena parte de lo que nos pasa en todos los órdenes se explica, precisamente, por la proliferación de estos personajes que buscan la bronca por la bronca e, incapaces de razonar, se dedican a enmerdar. Para mi, oídme, tan nauseabundos como el peor de los desahuciadores.

Después del megapreámbulo, vamos a lo que vamos. Para empezar, una obviedad: cualquier parecido entre Cifuentes & Co y este servidor va más allá de la coincidencia para situarse en lo grotesco. Yo no venía en plan buenista meapilas a decir que pobrecitos políticos, menudos disgustos les damos. Al contrario, subrayaba que no perdía el sueño por el mal rato que pudieran pasar tipos que las gastan cien veces más gordas a mi entender que los episodios por los que estos días les está tocando lidiar. Lo que me preocupa es lo poquito que hace falta para que una protesta justa termine como el rosario de la aurora. Viviendo donde vivo, algo sé de manifestaciones pacíficas devenidas en tumulto por media docena de garrulos de la alineación inicial... o enviados con el encargo.

Igualmente, tengo reparos ante la posibilidad de que el monte sea orégano a la hora de elegir el objetivo humano de la protesta. Suele ocurrir —y esto también lo he visto en mi tierra— que como los de arriba van con guardia de corps o viven en lugares de difícil acceso, se opte por la cabaña menuda. Es decir, se la carga el concejal de a pie, el militante, el simpatizante... o el sospechoso de serlo. Como en las cazas de brujas, sí. Añádase a eso que, siendo o no correcta la elección del señalado para la murga, es altamente probable que la bronca se la coman sus familiares, sus amigos o sus vecinos. ¿Socialización del sufrimiento? Me entran escalofríos solo de pensarlo... y de recordarlo.

Y parte de esos escalofríos tienen origen en otra de la cuestiones que pretendía señalar en la columna. Estamos hablando de un tipo de actuación absolutamente reversible. Podría ocurrir (y de hecho, ha ocurrido) que desde enfrente alguien decida que vosotros o yo merecemos que nos calienten la oreja a un milímetro. Como somos partidarios, qué sé yo, del derecho a decidir, de la derogación de la doctrina Parot, del matrimonio entre personas del mismo sexo o de lo que sea, a Alcaraz, Pedraza o Ynestrillas se les podría pasar por la cabeza hacernos una visita. En principio, no nos van a pegar ni a escupir; solo vienen a hacer patente su descontento con nuestro infame proceder. ¿Nos sentiríamos intimidados? Yo sí. Claro que siempre cabe la asimetría moral: nuestra causa es justa y la suya no. (Nótese que esta parte de mi escrito en el blog de los periódicos también iba dirigida a cavernarios como los citados, que verían como ejercicio de libertad que vinieran a encimarnos y que ahora claman al cielo por lo contrario.)

Los últimos argumentos tal vez resulten accesorios, pero para mi no lo son. La cosa es que tampoco me gusta del escrache que se nos haya impuesto como una moda y siguiendo patrones del marketing más convencional. Tiene guasa la cosa: la Cocacola se pone en plan perroflauta a pedir que nos levantemos y, como contrapartida, para las protestas se adoptan los mismos métodos con los que los otros nos vendían el jarabe. Y esto ocurre, en buena medida, porque hay un puñado de tipos que se han erigido en propagandistas y valedores de algo que ni les va ni les viene, puesto que viven como Dios y jamás correrán el riesgo de ser desahuciados de ningún sitio. Como escribí hace bien poco, para estos tipos la indignación es un nicho de mercado, un público al que dirigirse para venderles su solidaridad envasada y distribuida por las mismas corporaciones capitalistas apestosas que dicen atacar. ¿A nadie le parece sospechoso que los manuales de rebeldía los editen multinacionales?

Seguiría, palabra, pero hoy no. Un placer.

sábado, 25 de febrero de 2012

Una lágrima por Público

Estoy abonado a las paradojas. Este blog resucita —o como poco, sale del coma— empujado por una muerte, la del diario en que he dejado 715 mensajes en una botella. 714, en realidad, pues la última entrega no llegó a ser tinta sobre papel y se ha tenido que conformar con figurar como hija póstuma en la edición electrónica, esa que dicen que sobrevive. Ya veremos.

Evito la tentación de la loa fúnebre grandilocuente. Soy demasiado escéptico para tragarme que la pérdida de otro periódico más, aunque sea uno que yo quería con toda mi alma, vaya a suponer no sé qué desgarrón irreparable a la pluralidad y la libertad de expresión. Con o sin Público, hace ya mucho tiempo que no existían ni la una ni la otra sino como entelequias o proclamas voluntaristas.

El milagro es haber durado tanto cabalgando en dirección contraria. Según las leyes de la física y el manual de uso de este diabólico toro mecánico que es el periodismo actual, deberíamos habernos dejado los morros en el suelo en la primera curva. ¿Qué exceso de atrevimiento era ese de tratar de mostrar los trozos prohibidos de la realidad oficial o de prestar a voz a toda suerte de perroflautas, desconformes, tocapelotas y disidentes incluso de sí mismos? Hasta ahí podíamos llegar. De hecho, hasta ahí hemos llegado.

Como en la canción de Silvio, las causas nos fueron cercando y el azar se nos ha ido enredando. Ya no estamos en el kiosco. Capri, c'est fini. Duele, claro que duele, pero las higiénicas y balsámicas lágrimas de pena y de rabia no pueden hacernos olvidar que, en el fondo de cada uno de nosotros mismos, sabíamos que esto podía terminar exactamente así.

Hagamos caso a Kavafis: no digamos que fue un sueño. Aunque ya no podré hojearlo, guardaré un recuerdo absolutamente real de un periódico que me gustaba —ahí va otra paradoja— justamente porque no me gustaba ni siempre ni todo. Uno, que huye de las adhesiones inquebrantables como del cólera, disfrutaba una enormidad pasando las páginas de lo que jamás quiso ser un catecismo. Y si lo quiso, no lo consiguió, simplemente porque quienes lo hacían eran —¡son!— personas maravillosamente diferentes. No tengo que decir que es a esa gente a quien dedico estas líneas... y cada una de las que han llevado mi firma durante estos años. Para los que tuvisteis la paciencia de leerlas desde el otro lado, mi gratitud infinita y un abrazo inevitablemente emocionado.

sábado, 9 de abril de 2011

Bye, bye, Spotify

El estómago toma decisiones y luego viene la masa gris con el revestimiento intelectual(oide). Lo acaban de descubrir científicamente o así. Me ocurrió tal cual ayer, cuando leí que Spotify patrocinará la visita de Benedicto XVI a España. Carezco -ya lo he contado más veces- de pulsiones anticlericales, pero hubo algo de la noticia que abrió una brecha (chiquitaja, no exageremos) en algún lugar de mi y cinco minutos después estaba en la página de mi suscripción premium apretando un botón que decía "Cancelar". Un recibo menos que pagar al mes. Diez euritos. No va a quebrar la ahora santa compañía por esa minúscula merma. Nada más lejos de mi forma de ser y pensar que los atávicos "No sabe usted con quién está hablando" o "Me voy a encargar de que esto no se quede así".

Conté mi pequeño fogonazo en Twitter, más que para informar urbi et orbi de lo inquebrantable de mis principios, para comentárselo a mi primo Mikel Iturria, que también había arrugado la nariz. Y ahí lo dejé, porque me aguardaba un programa por hacer... con las ganas que se tienen un viernes canicular. A la vuelta -ya de madrugada, tras un gintonic balsámico en compañía de mi espía favorita- me encontré que la cosa había llegado a El País, con nuestros nombres y el respectivo enlace a las piadas. La mía, con una falta de ortografía que me hace sonrojar. Nada que objetar; al contrario, muy honrado por la mención y agradecido a Rosa Jiménez Cano.

El TL daba testimonio de la repercusión con aplausos, retweets neutrales y, cómo no, dos o tres ultracatólicos que venían a sugerir que arderíamos en el infierno. Uno se vanagloriaba de haber conseguido siete suscripciones premium. Venía el tipo a restregármelas, como si yo fuera el adalid de una campaña inexistente contra Spotify. Le contesté que era muy libre de suscribirse y le pedí que respetara que yo me hubiera borrado. Pues ahí que siguió el individuo un rato tocando las narices. Me acordé de una teoría de Mikel: Twitter es como un bar. Uno llega, ve qué se cuece, y se apunta o no al grupete de colegas que anden en ese momento acodados en la barra. De tanto en tanto, aparece un buscabocas, que generalmente no tiene media hostia, y lo mejor es sonreír y, como ha sido el caso, contar el episodio en un post. En el mismo viaje, se quitan las telarañas al blog (este lo tengo muy abandonado) y se pasa un rato entretenido frente al teclado.

Beneficio para todos, incluido Spotify, que repetirá el milagro de los panes y los peces. Por cada uno que nos vayamos, acogerá cuarenta nuevas almas pagadoras que se derretirán escuchando El pescador de hombres o cualquier otro de esos hits de guitarra sobre falda de tablas. El Señor también escribe derecho en la banda ancha torcida.

domingo, 20 de marzo de 2011

El Mundo en Orbyt, un cagarro

Pertenezco a esa minoría extravagante que está dispuesta a pagar por los contenidos de internet. Una cantidad razonable, se entiende. 20 euros por un libro digital que en papel cuesta 22 es un robo y una invitación al pirateo sin matices. Con 6, vamos que chutamos, y aún es mucho si comparamos costes de producción. ¿Y para un periódico? 10 euros mensuales sería algo asumible, si tenemos en cuenta el ahorro en papel, distribución, margen del kiosco y que lo que lees en la pantalla no te va a servir como fondo para la caja de arena del gato ni para limpiar el pescado.

El Mundo en Orbyt sale por 15. Sigue siendo caro para la media, pero servidor, que lo necesita por cuestiones laborales, pasa por el aro y es suscriptor desde el mismo nacimiento del juguetito. ¿Suscriptor? He debido escribir sufridor. Cada mañana tengo asegurados dos o tres berrinches gracias al quieroynopuedo de Pedro Jota. Cuando no le da por no reconocerte como usuario, te manda a una página de imposible salida, se empeña en no cargarse (las dos últimas semanas han sido un horror en esto), se queda tonta la ventana de la versión en texto plano o te putea de la forma que se le ocurra. ¿Y dónde protestas? Llame usted a un 902 dejando su pasta y su tiempo para quedarse igual. Escriba un email que le contestarán (a lo mejor) diciendo que eso que les dice no puede ser. Patalee en Twitter para que un boot le pida que le explique el problema por un DM que se va a la papelera...

Un cagarro. Y eso, siendo muy generoso. Lo pongo aquí, negro sobre blanco, por si mi experiencia puede disuadir a alguna otra alma cándida de enredarse en los tirantes digitales del Radolph Hearst de Logroño. Mucho ruido, somos superavanzados, blablabla, te dejamos oler el Marca (¡Hala, Madrizzz!) y Telva... y, a la hora de la verdad, ninguna nuez. Como tantas veces, nos venden una tecnología que no tienen desarrollada. Si ese es el futuro de la prensa de pago por internet, que venga Steve Jobs y lo vea...

¡Ah! Y con dos narices, además de pagar, ahora te calzan un pantallazo publicitario como recibimiento, igualico igualico que cualquier periódico de los que todavía leemos gratis...

domingo, 23 de enero de 2011

Obsolescencia programada... y consentida


Hace un par de semanas, La 2 de RTVE emitió este documental que prueba lo que todos hemos pensado muchas veces: la vida útil de los productos que nos ofrece la industria está medida casi al milímetro. Me pasó no hace mucho con mi coche. Veinte días después de vencer la garantía, tuvo un avería que me mordió mil doscientos euros. Tendré que decir que fue una suerte, pues aunque carísima, la reparación era posible. Cámaras digitales, teléfonos móviles, ordenadores, impresoras... suelen correr peor suerte: sale más caro el arreglo que comprar un artilugio nuevo. He perdido la cuenta de las veces que me ha pasado.

Sí, todos somos o hemos sido víctimas de la obsolescencia programada a la que alude el título del documental. Culpable número uno, la industria, pero... ¿No hay más cajones en el pódium? ¿No es también culpa nuestra? Me resultó muy curioso que la noche que lo emitieron, Twitter bulliera de recomendaciones para verlo y notas sobre su contenido: "No os lo perdáis", "Así nos engañan", "Son unos ladrones"... La cosa es que la red social del pajarito es muy indiscreta. Bajo los mensajes, suele chivar el programa e incluso el cachivache empleado para remitirlos. No pocos Iphones fueron delatados. Muy curioso, que una de las firmas que, según vimos, aplica a rajatabla lo de la vida corta y limitada sin posibilidad de reparación es la de la manzanita mordida que fabrica esos aparatos, por demás, de tecnología férreamente restringida.

domingo, 2 de enero de 2011

No habrá humo, eso es todo

Recuerdo haber fumado en trenes, supermercados, aulas y hasta habitaciones de hospital. También, por supuesto, en el trabajo. Nada ocurrió cuando esos espacios quedaron liberados de nuestro humo. "Nada" quiere decir exactamente eso. Ni los fumadores la cogimos llorona y vengativa, ni los no fumadores estrenaron una felicidad ilimitada. Todos seguimos siendo la misma poca cosa, igual de hijos de la gran puta o igual de regulares o buenas personas.

En los bares va a ocurrir exactamente lo mismo. La docilidad humana tiene también su parte positiva. Se escuchará refunfuñar a alguno con dientes y dedos amarillos y habrá, tal vez, quien reduzca el tiempo que emplea para tomarse un café, urgido por la necesidad de nicotina. Y poco más. No me extrañaría que los hosteleros descubrieran con sorpresa que los pintxos desaparecen con mayor celeridad de las barras. Ningún drama a la vista. Pero tampoco ninguna comedia romántica. Vayan buscando los no adictos al trujas otros culpables de su insatisfacción. Quizá al principio se sientan victoriosos, pero no tardarán demasiado en encontrar otra cuita que les aflija. El tabaco es la causa de infinidad de males, pero no de todos.

sábado, 25 de diciembre de 2010

No disparen sobre los artistas

Muy revelador. Muchos de los mismos que hace unas semanas corrieron a llorar la muerte de Xabier Lete como si se les hubiera ido su padre -qué vergüenza ajena infinita leer la mayoría de los estomagantes elogios fúnebres- se han retratado estos días de batalla anti Ley Sinde como señoritos que dan por hecho que los faranduleros son una casta inferior sin otra función que entretenerlos por la voluntad. En realidad, por la jeró, que es el justiprecio que los rojunos de pitiminí (los de las Blackberris, HTCs e Iphones que menté hace unos días) han decretado para cualquier pieza creativa. Empezaron por las canciones, siguieron por pelis y series y en nada les toca a los libros. ¿También van a propugnar que los escritores vivan de los bolos?

Ya dije que la ley de marras me parecía una aberración y tengo también escrito que el canon es un atraco. Pero me repatea el hígado que las causas justas den cobijo a los más jetas y brutos del barrio, esos que en su puñetera vida han tenido una idea propia y por eso mismo creen que las de los demás les pertenecen sí o sí. Y peor todavía los gurús que blindan sus ideas al tiempo que claman por el derecho de usufructo de las de los demás. Habrá que reconocerles, eso sí, su capacidad de aborregar... ¡justamente a los que van por el mundo presumiendo de no dejarse aborregar!

Me gusta equivocarme solo, y seguramente en esto también lo estaré, pero mientras nadie me traiga argumentos en lugar de mantras, seguiré señalando todos los gatos encerrados que crea ver. Ahí va otro, y de los gordos: ¿Nos creemos en serio que esas webs de descargas están alimentadas por altruistas socializadores de la cultura? ¿Por qué, entonces, están hasta las cartolas de banners, muchos de ellos engañosos o directamente delictivos? ¿Por qué nos piden que nos registremos para, cinco minutos después, tener el correo podrido de spam? ¿Por qué me ofrecen una descarga de mejor calidad a través de un código obtenido por un SMS de los de a millón? Nos jode mucho que nos tanguen las majors, pero a esta panda de listillos los dejamos que nos chuleen a modo y, de regalo, los glorificamos como campeones de la libertad. No me cuadra.

Copiar no es robar. Según y cómo, digo yo. A mi me parece de un rostro marmóreo lo que le ha hecho la editorial Santillana a mi querida editora suicida Jaio. Sin embargo, si aplicamos la dichosa cantinela, resulta que la actuación del emporio ha sido digna de aplauso, puesto que ha contribuido a una mayor difusión de la idea original. Algo chirría, ¿no?

Termino porque si no, me eternizo. Sólo quería reclamar un poco de respeto para la creación. No todos los artistas son Alejandro Sanz, Ramoncín o Javier Bardem. La inmensa mayoría ni siquiera vive de sus creaciones. De entre los que lo intentan, no son pocos los que rascan mil euros al mes. Ahí incluyo a varios con nombre conocido, bastantes de nuestro entorno, que cuando se mueran tendrán que soportar, encima, que les hagan necrológicas de saldo quienes los despreciaron mientras aún respiraban.

miércoles, 8 de diciembre de 2010

Wikileaks: pido sopitas

Este apunte es una mezcla de S.O.S y confesión. Lo segundo, porque así se vea mancillada mi reputación como presunto opinador, debo reconocer con las orejas gachas y la cara de perrito tristón que soy incapaz de saber a qué carta quedarme respecto a Wikileaks, ese asunto del que todo el mundo parece estar al cabo de la calle. Y lo primero, claro, es consecuencia de lo que acabo de escribir: necesito desesperadamente que alguien que lleve el parcial mejor preparado me preste sus chuletas. O eso, o levanto la bandera blanca.

Sí, ya sé que hace unos días me atreví a echar mi tercio a espadas sobre la cosa, y me consta que no anduve muy fino, porque muchos interpretaron que estaba haciendo una crítica feroz, cuando sólo pretendía inventariar un puñado de cuestiones que no me cuadraban. Mencioné, sobre todo, los peligros de la sobreinformación y el hecho de que buena parte de lo que iba saliendo eran cosas sabidas de sobra, imaginables o -por lo menos, en apariencia- sin gran importancia. Luego, en el implacable goteo cayeron revelaciones de más miga. Anótese en el haber de los filtradores.

Aunque lo obvié en la columna de hace semana y pico, uno de los motivos de mi escaso entusiasmo era que el tal Julian Assange no me despertaba ninguna simpatía. Cuestión de estómago; nada racional, meditado, ni argumentable. Había -hay- algo en él que no me gustaba, sentimiento que creí confirmado al saber que se le acusaba de haber cometido un par de delitos sexuales. La duda no es en este caso un beneficio, sino lo contrario, y siempre estará ahí.

Pero claro... Luego veo que firmas que comerciarían con sus madres -Visa, Mastercard y PayPal, de momento- renuncian a las comisiones que les podrían venir vía Wikileaks, y el gato encerrado se me hace pantera. Algo tendrá el agua cuando la maldicen justamente esa tripleta de chupadores de sangre. ¿O no?

lunes, 22 de noviembre de 2010

Influyentes

Aprendizaje de este fin de semana de lluvia inmisericorde y acidez de estómago: la gente tiene blogs o salsea en la cibercosa esta porque busca ser influyente. Los que tienen más necesidad de serlo, egos con hipermastia, reparten las pegatinas con la I mayúscula por el módico precio de la reciprocidad. Yo te nombro "influyente" a cambio de que tú me lo nombres a mi. Y les sale bien el trueque.

Nada que objetar. Hace tiempo que despacho con una amplia sonrisa que pretende ser una patada a los novicios de esta secta. Me moriría de vergüenza y de asco hacia mi mismo si algún día descubriera que albergo la menor intención de influir en los demás con lo que garrapateo aquí o allá. Mientras, de lo que muero, aunque sea sólo un poco y como recurso semilírico, es de la pena de ver que algunas de las personas que creía tenían querencia por la cuneta, en realidad prefieren ir por el medio de la avenida siguiendo a flautistas de Hamelín con corbata.

domingo, 14 de noviembre de 2010

Anónimos (y tontos)

He estado repasando varias clasificaciones de tontos, y en ninguna he encontrado una de las categorías que, gracias a internet, ha crecido exponencialmente en los últimos tiempos: los anónimos. Bien mirado, tal vez ya estén recogidos en esas taxonomías como "tontos que se creen muy listos", "tontos sin esperanza de redención" o, en terminología de mi primo Jiménez Losantos, "tontos con cinco enes", es decir "tonnnnntos".

Cualquiera que tenga un blog o escriba para algún medio digital que admita comentarios sabe a qué tipo de infraseres me refiero. Mejor dicho, a qué tipos, en plural, porque incluso cabiendo en la caracterización general de cagarrutas humanas, son subdivisibles en varias calañas, atendiendo al modus operandi, la procedencia, la motivación o la (falta de) calidad literaria de sus deposiciones. La gama de oligofrénicos va desde el esputo cósmico conocido que cara a cara te hace genuflexiones al aprendiz de John Hinckley que te toma por su Jodie Foster a la inversa y convierte en bilis hasta la última preposición que escribes. Los hay también, reconozcámoslo, simpáticos, como uno que cada día me escribía en el blog de Público "¿Ya te has sacado el vachiller [sic]?" Y también tiene su puntito uno que, bajo nicks de parvulario, me deja en la bitácora de Deia mensajes de amor del pelo "Eres un hijoputa" o "Qué feo sales en la foto, cabrón", hecho cierto, por otra parte.

Como la tecnología aún no se ha desarrollado lo suficiente como para devolver a los anónimos una descarga de mil watios en sus partes cada vez que se te amorran al panel de control, no queda otra que la moderación. La de comentarios, claro. Y, por supuesto, la resignación. Ya veréis (en realidad no, porque los borraré antes) cómo esta misma entrada hace que pique más de uno.