De un tiempo a esta parte no hago más
que solidarizarme. Con esto, con lo otro, con lo de más allá. Firmo
peticiones, tuiteo y retuiteo a demanda, reparto palmaditas en el
hombro y reciclo palabras de ánimo. Ya casi ni filtro. Causas
nobles, menos nobles, discutibles. Por magnanimidad, que no quede.
Que se vea que tengo un corazón de oro y una conciencia que no me
cabe en el cráneo. Para que no se dijera, me he solidarizado hasta
con insolidarios de libro, esos que no movieron un músculo por echar
una mano cuando cualquier prójimo lo necesitó y que descubren
—¡Bien tarde!— que la bota que lamían es la misma que los chuta
a la grada sin agradecerles los servicios prestados. A veces, en el
sexto sótano del insomnio, donde es imposible distinguir lo que
pienso de lo que creo que pienso, me pregunto si no me moverá algún
recóndito espíritu de venganza al regalar esos pésames que no me
pesan. Antes de obtener la respuesta, duermo como un bendito, seguro
de que al despertar lo habré olvidado todo. Y suele ser así.