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domingo, 7 de abril de 2013

Más sobre la inocencia según Bruckner

Completo el apunte anterior con una selección de citas de La tentación de la inocencia. Son todas de la primera parte. He frenado al darme cuenta de que corría el riesgo de copiar medio libro. En cualquier caso, son más que suficientes —ahí os dejo el envite— para debatir, dialogar, comentar o lo que os/nos pida el cuerpo sobre su contenido. Para que situéis mejor a Pascal Bruckner, anoto (esto me lo recordaba El Jukebox) que, entre otras obras, es autor de la novela Luna amarga, llevada al cine por Polanski hace más de dos decenios y que aquí vimos bajo el título Lunas de hiel. Vamos, que cualquier parecido con Paulo Coelho es mera coincidencia... Ahí van los entrecomillados:

El infantilismo combina una exigencia de seguridad con una avidez sin límites y se manifiesta en el deseo de ser sustentado sin verse sometido a la más mínima obligación. Si se impone con tanta fuerza, si tiñe el conjunto de nuestras vidas con su tonalidad particular, es porque dispone en nuestras sociedades de dos aliados objetivos que lo alimentan y lo segregan continuamente, el consumismo y la diversión, fundamentados ambos sobre el principio de la sorpresa permanente y de la satisfacción ilimitada.
 En cuanto a la victimización, es esa tendencia del ciudadano mimado del «paraíso capitalista» a concebirse según el modelo de los pueblos perseguidos, sobre todo en una época en la que la crisis mina nuestra confianza en las bondades del sistema.
 [El infantilismo y la victimación] consagran no obstante esa paradoja del individuo contemporáneo pendiente hasta la exageración de su independencia pero que al mismo tiempo reclama cuidados y asistencia, que combina la doble figura del disidente y del bebé y habla el doble lenguaje del no conformismo y de la exigencia insaciable. Y así como el niño, por su débil constitución, dispone de unos derechos que perderá al crecer, la víctima, por su sufrimiento, merece consuelo y compensación. Hacerse el niño cuando se es adulto, el necesitado cuando se es próspero, es en ambos casos buscar ventajas inmerecidas, colocar a los demás en estado de deudores respecto a uno mismo.
 Se usurpa entonces el lugar de los auténticos desheredados. Y éstos no reclaman derogaciones ni prerrogativas, sino sencillamente el derecho a ser hombres y mujeres como los demás. En eso estriba toda la diferencia. Los pseudodesesperados quieren distinguirse, reclaman favores para no ser confundidos con la humanidad corriente; los otros reclaman justicia para convertirse sencillamente en humanos. Por eso mismo hay tantos criminales que se ponen la máscara del torturado con el fin de perpetrar sus crímenes con la absoluta buena conciencia de ser unos canallas inocentes.
 La izquierda histórica (que hay que distinguir de los partidos que se reivindican como tal), heredera del mensaje evangélico, ha conseguido imponer al conjunto del mundo político el punto de vista de los desfavorecidos; pero con demasiada frecuencia se ha estrellado en el amanecer posrevolucionario, en la transformación ineludible del antiguo explotado en nuevo explotador. Movimientos de liberación, sublevaciones, levantamientos populares, luchas nacionales, todos parecen condenados al despotismo, a la reproducción de la iniquidad. ¿Para qué sublevarse si es para repetir lo peor? Tal es la dificultad: ¿cómo seguir acudiendo en ayuda de los dominados sin ceder ante los impostores de todo tipo que se apropian del discurso victimista?
No digáis que no se os ocurren apostillas y contra-apostillas. Pues a ello.

Todos somos inocentes... menos algunos


Le tenía ganas a La tentación de la inocencia de Pascal Bruckner, pero en todas las librerías donde preguntaba se me encogían de hombros. Lógico, teniendo en cuenta que su primera edición data de 1996. La solución estaba —cómo no había caído antes en ello— en las librerías de viejo de internet, concretamente en La Candela de Murcia, que me sirvió un ejemplar en perfecto estado en un abrir y cerrar de ojos. No será la última vez, intuyo.

¿Mereció la pena la búsqueda y captura? Diría yo que sí, aunque apresurándome a apostillar que discrepo sin matices de muchas de las ideas que su autor vierte torrencialmente a lo largo de casi trescientas páginas. Hay momentos en los que se sube a la parra del erudito que está de vuelta de todo y, francamente, es inevitable bostezar, ponerse a la defensiva o limitarse a leer con paciencia hasta el siguiente fragmento que te diga algo. Como se dispensa en pildoritas, siempre acaba apareciendo un detalle u otro que capta tu interés y te hace darle un par de vueltas... o media docena. ¿No es eso lo que buscamos en los libros? Servidor, por lo menos, sí, y en esta obra iba sobre seguro, porque desde las reseñas previas sabía que la idea central, sintetizada en el título, encajaba como un guante en una de mis obsesiones recurrentes. Hela aquí en palabras de Bruckner:

“Llamo inocencia a esa enfermedad del individualismo que consiste en tratar de escapar de las consecuencias de los propios actos, a ese intento de gozar de los beneficios de la libertad sin sufrir ninguno de sus inconvenientes. Se expande en dos direcciones, el infantilismo y la victimización, dos maneras de huir de la dificultad de ser, dos estrategias de la irresponsabilidad bienaventurada. En la primera, hay que comprender la inocencia como parodia de la despreocupación y de la ignorancia de los años de juventud; culmina en la figura del inmaduro perpetuo. En la segunda, es sinónimo de angelismo, significa la falta de culpabilidad, la incapacidad de cometer el mal y se encarna en la figura del mártir autoproclamado”.

¿Cómo? ¿Ya estamos otra vez con la martingala de que hemos vivido por encima de nuestras posibilidades? Ciertamente, no, salvo que se tome con carácter retroactivo o como profecía, pues vuelvo a recordar que el texto tiene casi veinte años. Se escribió en los albores de esa época de presunta bonanza que, sabiéndola perdida, tanto se añora y se recrea mejor de lo que fue. Es decir, ya apuntábamos maneras de lo que el tiempo ha confirmado. Y aquí me detengo para evitar la crucifixión.... aunque sé que no lo lograré.

lunes, 11 de marzo de 2013

Apostar a perder para ganar


¿No queríais taza? Pues ahí os va taza y media de mis lecturas comentadas o así, que hay que aprovechar que últimamente he aprendido a ser ese trapero del tiempo que decía Gregorio Marañón y saco petróleo a la combinación de mis ratos muertos con mi Kindle. Lo que ya no os puedo jurar es que los minutos y la pasta dedicados a La gran apuesta (Michael Lewis, Debate 2013) hayan sido una buena inversión. Tampoco lo contrario, ojo. Todavía estoy en periodo de evaluación sobre si ha merecido o no la pena echarme al coleto esas trescientas y pico páginas cargadas hasta las cartolas de los lisérgicos tecnicismos que usaron/usan en sus latrocinios impunes los cuatreros, mangantes y saqueadores compulsivos de Wall Street.

¡Un momento! ¿Tecnicismos? Pero si en las reseñas se cuenta que Lewis explica de un modo ameno y al alcance de cualquiera cómo se gestó el gran catracrac de los mercados financieros que ahora estamos pagando todos... Eso no es mentira del todo. Entenderse, se entiende sin la necesidad de tener un MBA o ser devorador de páginas salmón. De hecho, el autor ha escogido la escala humana y pone nombres, apellidos, caras y ojos a los protagonistas de aquello. Ocurre que, seguramente para que se vea que es alguien que sabe de lo que va el asunto y no un Leopoldo Abadía cualquiera, no duda en ilustrarnos sobre toda la cacharrería al uso en parqués y andurriales por el estilo. A fuerza de leer una y otra vez esos términos abstrusos, uno acaba haciéndose una idea de qué son... si bien una de las conclusiones que sacamos antes del The end es que ni los que las manejaban lo sabían.

Me quedo, pues, con la interpretación simple (¿o será simplista?), que viene a ser la intuición que todos tenemos: la hecatombe financiera fue alimentada por una mezcla de avaricia, maldad y estupidez por unos tipos que ni pagaron ni pagarán por ello. Al contrario: cobraron y siguen cobrando cifras seguidas de seis ceros. La certidumbre de que nadie hizo nada por impedirlo y, peor, que no se han tomado medidas para que sea la última vez, es uno de los desazonadores aprendizajes del libro.

Por lo demás, sigo quedándome con el fantástico documental Inside job o, si nos ponemos, con la peli no tan de ficción Margin Call. O tal vez algún que otro trabajo que aún no conozco y que me vais a recomendar, ¿verdad? Soy todo oídos y ojos.

miércoles, 27 de febrero de 2013

Gracias, Limónov, o sea, Carrère


Dadme un punto de apoyo y moveré el mundo. Me basta, en realidad, con una percha, una excusa, una coartada para vencer la modorra infinita y tratar de sacar de su catatonia este blog. Mira que lo he tenido veces en la cabeza e incluso en la punta de los dedos, pero el empujón final no ha llegado hasta que terminé de leer Limónov de Emmanuel Carrère. Culpa de El Jukebox, me apresuro a piar. Fue él quien me tendió desde un tuit la manzana del pecado. Y allá que me tiré en plancha sobre mi librería favorita de internet —que obviamente no es la Fnac— a agenciarme la pieza. 15 euros del ala, me sigue pareciendo un robo para un libro digital que en papel cuesta cuatro más. Pero bueno, por ahí ponen copazos más caros que no duran lo que me duraron a mi estas nutritivas cuatrocientas páginas.

Todas esas: cuatrocientas, leídas en sorbos cortos pero intensos. Nada de ir a la carrera a ver lo que pasa en el próximo capítulo y llegar al final con la sensación de la eyaculación precoz. Hay que paladear cada línea (yo lo hice así; cada cual que se avíe como quiera) no exactamente porque Carrère sea un estilista del copón o porque deje huecos entre las líneas para ir rellenando; de hecho, diría que o él o el traductor pecan a veces de desidia... salvo que sea buscada a propósito. Mi premiosidad fue, supongo, cosa de las causas y azares de mi propia vida. Llevaba un tiempo despachando bestsellers y clásicos ya manoseados, tarea que hacía al galope y sin aplicarme. Sin embargo, con Limónov tuve que bajar las revoluciones.

Renuncio a contar de qué va, que para eso están las sinopsis y las recensiones que hay a patadas por ahí. Anoto, a cambio, la gran paradoja: siendo técnicamente una biografía, lo que menos huella ha dejado en mi ha sido el personaje biografiado. Me deja frío el tal Eduard Limónov. No le encuentro la gracia ni como escritor maldito ni como político extravagante ni como nada. Y no será porque el autor, que tiene que justificarse necesariamente, no se esfuerza por cantarnos sus excelencias por encima de sus miserias. Los enfants terribles no son lo mío, y menos cuando ese titulo lo reciben con sello oficial, como es el caso.

Desprecio, pues, el bistec y me quedo con la guarnición. Ahí sí que me chupo los dedos, porque Carrère habla de épocas y ambientes que me resultan fascinantes. En algunos casos, por totalmente desconocidos; en otros, porque me sonaban de algo pero me faltaban datos u opiniones más documentadas. Stalinismo, post-stalinismo, breznevismo, ¿gorvachovismo?... y todo lo que vino después y sigue viniendo, que aquello va para largo. Contado, además, de un modo que nada tiene que ver con los titulares o las crónicas de costumbre. Si fuera una página de Facebook, de cabeza al “me gusta”.

Pero no solo es eso. También está el exilio ruso en los USA y los círculos intelectuales o así la France, que se nos describen (o se nos descubren) como criaderos intensivos de papanatas. Ahí me detengo: papanatas y cretinos muy parecidos a los nuestros, a los de la caverna y la contracaverna, vividores del cuento de ser de derechas o de izquierdas, eternamente enfrentados sin saber que son como gotas de agua perfectamente intercambiables.

¿Más? No, que rozaría el espoiler o la desfiguración definitiva de una obra que probablemente no sea ni medio similar a lo que a mi me ha parecido.