Algo me dice que esta entrada se va a
parecer a un testamento, así que para evitaros una pérdida
innecesaria de tiempo, os apunto desde ya mismo el mensaje principal.
Muy simple: si tenéis un Kindle, ni se os ocurra comprar un libro
electrónico en Fnac. Disponéis de todos los boletos para no poder leerlo
en el dispositivo... salvo que os embarquéis, como tuve que hacer yo
—ahora os cuento— en un viaje por los extrarradios del hackeo.
Quiere uno ir de legal y pagar por el trabajo creativo y no le dejan.
Lo he vuelto a comprobar con la experiencia que os cuento en las
próximas líneas. Si os sirve para escarmentar en carne ajena, daré
por bien empleados los12 euros y pico regalados a la infecta cibertienda y el
berrinche correspondiente.
Empiezo con los antecedentes. Tras mi
primer fiasco en la galaxia ebook,
del que me desahogué aquí mismo,
hice lo que (casi) todo el mundo me recomendaba: ir directamente a
por un
Kindle. Bendita la hora en que llegó a mis manos el aparato.
Ligero (y eso que es la versión tocho, que ya no venden),
relativamente sencillo de manejar, rápido, con una visibilidad apta
para Rompetechos, una batería que dura veinte días a todo trapo...
Todo ventajas, salvo algo que me molesta muy profundamente: la
puñetera
exclusividad de su formato, que te condena a proveerte de
material de lectura (hablo del de pago) casi exclusivamente a través
de
Amazon. Y para más inri, lo adquirido sólo puedes verlo
en los Kindle que tengas religiosamente registrados. Los monopolios no
declarados me tocan las pelotas. Y si encima van de guays como estos
o los de la manzanita chachipiruli del mesías difunto, mucho más.
Dispuesto a la rebelión después de
haber pasado varias veces por el aro, decidí que el próximo libro
electrónico me lo compraría fuera de la cárcel amazónica. No
sospechaba que me huida de Málaga terminaría en Malagón, es decir,
en la Fnac. ¿Por qué ahí, si ya una vez habían intentado
colocarme como nuevo un disco duro que estaba repleto de películas
pirateadas? Supongo que porque no aprendo ni a tiros, o porque no
está tan mal el 5% de descuento a los socios en los libros de papel,
o porque soy un vago y era lo que tenía más a mano.
Total, que ahí me planté todo ufano
en la web, me abrí una cuenta en su
subapartado eBooks —¿por qué
no les vale con la general, la de socio?—, localicé el título que
buscaba, comprobé que estaba disponible para ser transferido a
dispositivos diferentes a de la marca Fnac y, finalmente, clické en
el botón de compra. Tras pagarlo, sólo quedaba descargar el
archivo... y el programa necesario para su (presunta) transferencia
a otro lector, el
Adobe Digital Editions a cuyo creador confunda
Belcebú. En cinco minutos estaría disfrutando plácidamente de mi
libro con una cervecita al lado. Eso me creía yo con mi candidez
habitual.
Me escamó de entrada que el fichero de
un tocho de cuatrocientas páginas ocupara 2 tristes Kb, se llamara
URLLink y tuviera por extensión la sopa de letras acsm. Tampoco me
gustó nada que el Adobe Digital Editions (a partir de ahora, ADE), me
obligara a registrarme para proporcionarme la ID única que me
permitiría leer material registrado. Pero lo verdaderamente
frustrante fue comprobar que al conectar mi Kindle al ordenador, el
tal ADE se hiciera el orejas. Según sus instrucciones, bastaba
chutar el bicho en el USB correspondiente. Tararí. A ver si he hecho
algo mal: ciero el programa, vuelvo a abrirlo, conecto... y nada.
Cambio de USB y nada. Reinicio el ordenador y nada. Es entonces
cuando me voy a google, tecleo no me acuerdo qué y caigo del guindo:
no soy el primer pardillo al que le pasa. No sé si por culpa de
Adobe o de Amazon, pero el caso es que el Kindle es invisible. No
way.
Ya, sí, claro. Sé lo que me vais a
decir: que la solución se llama
Calibre. Yo también beso los bits
que pisa ese programa, pero hay dos problemas. El primero es que,
como os había dicho, el archivo que me bajé no era el libro en sí,
sino una especie de billete para llegar hasta él. El infecto ADE se
encarga de ocultar el verdadeo
Epub en las tripas del disco duro. Una
vez llegas hasta él, te encuentras con la segunda faena: tiene un
DRM
como una catedral. O sea, que cuando lo arrastras al Calibre e
intentas convertirlo, te aparece una ventanita diciéndote que lo
siente mucho, pero que es un programa muy decente y no puede quitar
el cerrojo. Ni siquiera te deja abrirlo en el ordenador.
¿Solución? La que os imagináis. Otra
vez a google para llegar a
una de esas páginas donde te cuentan qué necesitas y dónde puedes obtenerlo para “despiojar” el dichoso DRM. Procedes rezando para que lo que te bajes no sea un ángel del
averno que convierta en gelatina tu disco duro y un par de reinicios
después ya has conseguido, unos pluggins mediante, que el Calibre se
pase por el forro sus principios. El Epub es tuyo del todo y puedes
convertirlo al
Mobi que te acepta el Kindle. Pero la cervecita se ha
calentado y se te han pasado las ganas de leer. Sólo te queda
una
inquina infinita contra la Fnac por haberte vendido algo que a
ciencia cierta sabe que no te servirá para absolutamente nada... a
no ser que estés dispuesto a dedicar hora y media en convertir en
teóricamente ilegal algo que habías comprado legalmente. Y luego
dicen que el pescado está caro.