Uno de los comentaristas al anterior apunte de este blog da en el clavo. O casi, porque dice que me ve un
poco confundido últimamente y en realidad estoy más que un poco
(tirando a bastante) y no es cosa reciente sino que viene
prácticamente de serie. De hecho, si fuera el protagonista de uno de
los chistes clásicos de Forges, al ser preguntado por el funcionario
narigón sobre mi estado, la respuesta indubitada sería: confuso,
eterna y crecientemente confuso. Es una de mis señas de identidad y
la asumo sin hacer dramas ni alardes de ello. Igual que me tocó una
estatura talla futbolín y una de las últimas caras que repartían,
nací, en lugar de con un pan bajo el brazo, con una empanada mental
perpetua. Habrá quien lo vea como una insalvable discapacidad o una
desgracia de las que mueven a compasión, pero con el tiempo he
aprendido a bandearme con ella e incluso diría que he sido capaz de
hacer de la necesidad virtud.
¡Venga ya, virtud! En tu oficio,
Javier, ¿para qué leñe sirve esa especie de astigmatismo cerebral
que te impide ver las cosas con absoluta nitidez? Os lo diré: es un
freno que me ha evitado hostiarme ni sé las veces contra las
puñeteras verdades esféricas. Es más, en las oportunidades en que he ido de
chulito y me he dejado la confusión en la mesilla, he acabado
empotrado en una de esas irrefutables evidencias que no lo eran.
Ya sé que lo que se lleva es la
seguridad sin fisuras ni matices, el ojo clínico infalible que donde
se posa pone la bala o el estilete. Cómo molan, ¿eh?, esos
columnistas o tertulianos que siempre saben sin lugar a dudas y sin
necesidad de auscultar al paciente qué mal le aqueja y cuál es el
tratamiento adecuado. Tengo suficiente material publicado para probar
que yo también he obrado por el estilo... y en ocasiones ha
funcionado porque se trataba de resolver un dos más dos, por chamba
o por experiencia. Otras, insisto, la certidumbre incapaz de bajarse
del burro ha sido fuente de errores lamentables.
Así que me quedo con mi confusión,
que es la que me hace mirar en todas las direcciones posibles antes
de cruzar la calle a difundir lo que pienso, que en realidad es lo
que pienso que pienso. Así lo hice, por ejemplo en los textos sobre el escrache por los que tantas collejas me han llovido. Traté de
inventariar las distintas formas de abordar el asunto que se me
ocurrían. Eso incluía pros, contras y mediopensionismos. La
conclusión final era, efectivamente, que yo mismo no era demasiado
partidario de tentar la suerte, lo cual se tradujo al lenguaje
binario habitual —conmigo o contra mi— más o menos así: “Este
hijo de puta colaboracionista de los desahuciadores y esbirro del
capital (que seguramente es multimillonario) es otro para poner en la
lista de escrachables. Que se ande al loro”. Así simplifican los
que no están confundidos. Pues vale.
Me lo tomo con filosofía y
deportividad, sabiendo que estoy incapacitado ética y genéticamente
para subirme al carro de los que escriben al gusto exacto de los
lectores, de un tipo muy determinado de lectores, los que no soportan
pasar su vista por algo diferente a lo que está en su meninges. Sé
coser columnas siguiendo esos patrones y aguardando la ovación
unánime, pero no me sale de las narices, seguramente, entre otras
cosas, porque yo también soy lector y me gusta sentir que me traten
con respeto. Luego podré estar o no de acuerdo con lo que leo, pero
que traten de colar fast-food guarrete por un plato de la abuela...
por ahí no paso. Y creo que nadie debería pasar. Claro que también
podría estar confundido. Siempre lo estoy.
Ya nos lo tiene dicho ese que canta... "por decir lo que pienso sin pensar lo que digo, más de un beso me dieron y más de un bofetón". Beso y bofetón, ambos un privilegio. Ambos son la prueba de que a alguien le importa lo que opinas.
ResponderEliminarMás que confusión, yo veo que hay asuntos en los que expresas las dudas,y las dudas no creo que sea confusión.
ResponderEliminarNo sé me parece, a mí asi.
Abrazote