Lo diré del tirón: no creo que los
tratamientos de fertilidad deban ser financiados por el sistema
sanitario público. Añadiría que en ningún caso, pero por no pecar de
soberbia generalista, matizaré que dejo un margen para aquellas
situaciones que, aun siendo incapaz de imaginarlas, no discutiré si
alguien con criterio me razona que responden a una necesidad
terapéutica. A partir de ahí, e independientemente de
circunstancias vitales, sentimentales o de opciones sexuales, negaría
cualquier solicitud. Hasta a mi, que la acabo de escribir, me parece
una frase tajante y altamente impopular que tal vez debería haber
dulcificado. ¿Cómo se puede ser tan inhumano, habiendo posibilidad
científica, de negar a alguien la oportunidad de realizarse
personalmente con la maternidad y/o la paternidad? Me temo que
seguiré por el camino de la aspereza formal: pues del mismo modo que
se le niega una operación de miopía a alguien que no ve tres en un
burro o una dentadura postiza a una viuda que cobra 460 euros al mes.
Igual igual que a alguien con una enfermedad degenerativa galopante
se le da cita para cuando probablemente no haya nada que hacer. No es
que no llegue para todo, es que no llega para casi nada. Lo
sorprendente es que a la hora de establecer prioridades haya quien
defienda, aunque sea tácitamente, que los que siempre se han jodido
tienen que seguir jodiéndose porque su causa es menos fotogénica,
menos mediática o no ha encontrado unos finísimos paladines que
inventen palabros para defenderla.
No sé si caemos en la cuenta de que
esta realidad que tanto nos cuesta aceptar, que nos hace protestar,
reivindicar y patalear hasta la extenuación, era una cuestión
totalmente asumida por las generaciones anteriores. Mi difunto padre
y mi madre antes de que se le fuera la cabeza, por ejemplo, ya sabían
que la vida en general es una sucesión de inmensas putadas — y
satisfacciones, no nos pongamos tremendistas— con las que no queda
otra que apechugar. Por descontado que hay que hacer frente a las
injusticias y no dejarse doblegar por quienes nos las imponen, pero
en muchos casos, la adversidad viene sin que la traiga ningún
malnacido. Y sí, en esta parte del mundo y por una serie de
acontecimientos históricos y azares en los que merecerá la pena
entrar en otro momento, es cierto que disponemos de un Estado que
debería tender a amortiguar los golpes y a hacernos la existencia
más llevadera... en la medida de lo posible. Sin embargo, si no
hubiéramos reducido a polvo nuestro índice de tolerancia a la
frustración, tendríamos muy claro que hay un puñado de morlacos
con los que debemos vérnoslas sin la ayuda de la autoridad
competente. Ser bajito y rechoncho como servidor, que a uno lo
quieran más o menos, carecer de aptitudes para escalar el K-2, no
encontrar la media naranja o el cuarto de melón, encontrarlos y
perderlos al rato siguiente, no tener una polla como una olla o unas
tetas de escándalo... En todo eso y en muchísimos otros reveses
bastante más graves no puede —y quizá no deba— entrar ningún
gobierno.
Volveré a sonar desagradable: no tener
hijos deseándolos es uno de esos infortunios de los que no cabe
pedir cuentas a la administración. Si pensamos que sí, como veo a
mi alrededor, será difícil fijar límites. No habrá cuita cuya
resolución urgente no se reclame como derecho inalienable... e
imposible de cumplir. Ya no hablamos de política ni de ideología,
sino de algo más primario, de esa vida —vuelvo a insistir— que
nos sonríe durante un segundo por cada quince que se descojona de
nosotros.
Como se habrá comprobado, en esta
reflexión zigzagueante he vadeado el pantano del género y la
identidad u orientación sexual. Sinceramente, creo que no procede
mezclarlo en este debate, que afecta a todas las personas y no solo a
unas cuantas. De hecho, sostengo que una de las grandes torpezas —o
pensando mal para acertar, una de las actitudes intencionadamente
perversas— de Ana Mato y el Gobierno del PP ha sido aprovechar el
viaje para castigar los modelos de relación que se salen de su
ideario. Pudiendo haber optado por la supresión de todos los
tratamientos de fecundación asistida, ha decidido mantenerlos
únicamente para los matrimonios establecidos de acuerdo a la
(rancia) tradición. Quiero anotar que eso no se me escapa y que me
parece deleznable por dos motivos. El primero, por la estrechez
mental y la injusticia que manifiestan. El segundo, porque ha
enmerdado lo que debería haber sido un enriquecedor intercambio de
opiniones sobre los servicios públicos deseables y los posibles,
sobre el tipo de ciudadanos en que nos estamos convirtiendo... y
sobre la vida, que tantas veces he mencionado en estas líneas.
Intuyo que de aquí saldrán unos
cuantos apuntes más.