miércoles, 18 de noviembre de 2015

Esto es porque sí

“¡Ajajá! ¡Así que usted es de los que piensan que la solución a la violencia es más violencia, o sea, más bombas!”. Lamento pinchar ese globo, pero tampoco. Nada de lo escrito en mis anteriores columnas invita a pensar tal cosa. Bien es cierto que tampoco creo que esta barbarie se pare con “la grandeza de la Democracia”, como va diciendo campanudamente por ahí Pablo Iglesias, sabiendo, porque tonto no es, que la frase es de una vaciedad estomagante, amén de insultante para las víctimas. Ni mucho menos “con la unidad que derrotó a ETA”, que es la soplagaitez que se le ocurrió soltar a la luminaria de Occidente que en la pila bautismal recibió el nombre de Pedro Sánchez Pérez-Castejón.

¿Y cómo, entonces? Pues mucho me temo que ya andamos muy tarde. Todas esas coaliciones internacionales de venganza van a servir, como mucho, para bálsamo del orgullo herido, para marcar paquete y, lo peor, para acabar una vez más con la vida de miles de inocentes. Es probable que también de algunos malvados, pero, ¿merece la pena? Yo, que no soy más que un mindundi, digo que no.

Del mismo modo y con la misma falta de credenciales, añado que tampoco veo que solucione nada, más bien al contrario, declararse culpable, bajar la cabeza y liarse a proclamar que no hay que enfadar más a los criminales. Tantos doctorados, tantos sesudos artículos leídos y/o escritos, para que luego obviemos lo más básico: esto es porque sí. Es verdad que hay media docena de circunstancias que podrían servir como coartada, pero aunque no se dieran, salvo que nos queramos engañar a nosotros mismos, sabemos que estaríamos exactamente en las mismas.

martes, 17 de noviembre de 2015

Todos 'cuñaos'

Antepenúltima hora: los asesinos de París son todos menos ellos mismos. Y mucho cuidado, porque sostener algo diferente o manifestar la menor objeción a la verdad verdadera nos degrada a la calaña de cuñados, que ahora mismo es el insulto número uno el hit parade modelnoide. De perdidos al río, empecemos señalando que la condición de hermano político es recíproca. Yo lo soy de otro que también lo es. Por lo demás, prefiere uno ser adscrito al cuñadismo ramplón que al ilustrado. Esos sí que tienen peligro, los listos de un abanico que va desde la lectura de medio artículo a la posesión de una cátedra en Historia Contempóranea, lo que acojona más.

Es ahora cuando con buena y no tan buena intención se me interpela sobre qué tiene de malo contextualizar y por qué en la columna del otro día lo asimilé a justificar. Que sea necesaria tal pregunta ya encierra una categoría, pero vaya por quienes interrogan de buena fe. Claro que es fantástico poner los hechos en su contexto, pero sin trampas al solitario. Hay quienes dicen ir a la raíz de los crímenes machistas, de la tortura en sede policial o de la guerra de 1936. Ustedes, yo y las piedrecillas del camino sabemos qué esconde cada uno de esos intentos y no los aceptaríamos.

Por otro lado, ¿se han planteado el brutal supremacismo blanquito y judeocristiano —de ahí viene también lo de la culpa chorra— que supone dar por hecho que los de nuestra tez y nuestras creencias (o falta de ellas) somos las únicas criaturas del orbe capaces de hacer el mal? Ya, no, como tampoco el hecho de que estos asesinatos son, entre otras mil cosas, profundamente racistas.

miércoles, 31 de julio de 2013

Otra portada miserable

Ni puñeteras ganas de buscarle la vuelta irónico-sandunguera, como hacía en La Trama o Diestralandia. Esta vez no sirven el humor ni la retranca. La portada de ABC de hoy es miserable. Intencionadamente miserable, además. Le falta a la imagen —aunque es fácil imaginarla— una diana sobre la cabeza del maquinista del Alvia. Eran estos mismos tipejos los que nos daban lecciones sobre el periodismo de señalamiento. Lo suyo no llega siquiera a eso. De señalamiento, de linchamiento sádico, de cacería caprichosa, sí. Pero periodismo, ni del más devaluado, ni del más chichipocero. Pura mierda maquetada y tirada a cuatricromía. ¿Con qué propósito? Vayamos a eso.

La respuesta fácil es que el boletín oficioso del gobierno del PP (en concurrencia y dura competencia con otros papelajos) sale con todo a proteger a quienes lo alpistan. No sería ese un objetivo edificante, pero sí entendible en estos tiempos de kiosco de banderías enfrentadas que se pasan la verdad entre las ingles. Habría una docena de maneras de cumplir esa misión al servicio del señorito sin necesidad de caer en la ruindad de cebarse cruelmente con una persona a la que no hay código penal capaz de imponerle un castigo más duro que el que le reserva su propia conciencia. Sin embargo, la cabecera madrileña de Vocento —qué poco se menciona este dato— opta por la saña disparada a granel sobre la víscera. Se erige en juez de la horca y se pone al frente de una lapidación tan inmisericorde como nauseabunda.

Claro que si hay que decirlo todo, habrá que anotar también que este tipo de comportamientos rastreros se dan en buena medida gracias al consentimiento de muchísimos de los que hoy mismo echarán pestes sobre la portada. Bieito Rubido, autor intelectualoso y material de esta deposición hedionda, tertuliea tan ricamente (en varias acepciones del adverbio) igual en telefacha que en teleprogre. Él y otros individuos que tal bailan siempre encuentran, además de unos miles de dedos que sintonizan el canal en cuestión, uno o varios presuntos adversarios dialécticos. Por el bien del debate, porque hay que plantar cara a su discurso, por la pluralidad, porque hay que ir hasta al infierno, porque, porque, porque... entre bomberos no se estila pisarse la manguera y uno del gremio, coño, es uno del gremio. Aunque practique el matonismo en primera plana.

martes, 30 de julio de 2013

Hasta dónde contar

Nadie ha sabido explicarme ni yo he sido capaz de descubrir qué meridiano separa el interés humano del morbo zafio y ramplón. ¿Dónde acaba lo que es razonable querer conocer y dónde comienza la curiosidad malsana, el cotilleo indecente, la invasión procaz de la intimidad ajena? Nombre (¿Con uno, dos apellidos? ¿Oculto tras unas iniciales?), edad, profesión, procedencia (¿Siempre?)... A primera vista, es lo obvio, lo básico, lo imprescindible. Con menos no dices nada, y aun así ya habría quien podría porfiar que has dicho más de la cuenta. Seguir avanzando es, con alta probabilidad, transitar por donde no se tiene permiso: qué le había traído al lugar que le hizo dejar de ser anónimo o anónima, quién lo (la) acompañaba, quién lo (la) esperaba, de quién se había despedido. Y su aspecto, claro, que vivimos en la era de la imagen. Hoy, además, eso es muy fácil porque cuando no sospechamos que algún día hablarán de nosotros (y no por algo bueno), vamos dejando pelos, señales... y por supuesto, fotografías que llegarán a muchísimos más ojos de los inicialmente previstos. Sin respeto ni miramientos por el contexto. Al contrario, aprovechando la carga dramática de las paradojas. Alguien mira al objetivo con una sonrisa luminosa que desborda vida y justamente esa instantánea es la que ilustra la noticia de su muerte. Un millón, dos, tres... de congéneres que jamás reparamos en su existencia (y viceversa) adquirimos noción de ella cuando ya es pasado. ¿Con qué derecho?

Eso es, precisamente, lo que decía que aún no he averiguado. Ni en mi condición del que lo cuenta porque tal es mi oficio, ni en mi circunstancia de quien lee, escucha o mira desde el otro lado. Eso hace que me sienta incómodo, igual cuando soy el narrador que cuando formo parte del público. Mi único consuelo, que en realidad es una tosca autojustificación, se reduce a pensar que no seré el único a quien le ocurra. Aunque cada vez me cuesta más creerlo.

lunes, 29 de julio de 2013

Tratamientos de fertilidad... y algo más

[Segundo apunte aclaratorio tras mi columna en Grupo Noticias de ayer. En el primero, reflexionaba sobre lo que yo entiendo como linchamiento a la ministra Ana Mato. Aquí voy al fondo del asunto... más o menos]

Lo diré del tirón: no creo que los tratamientos de fertilidad deban ser financiados por el sistema sanitario público. Añadiría que en ningún caso, pero por no pecar de soberbia generalista, matizaré que dejo un margen para aquellas situaciones que, aun siendo incapaz de imaginarlas, no discutiré si alguien con criterio me razona que responden a una necesidad terapéutica. A partir de ahí, e independientemente de circunstancias vitales, sentimentales o de opciones sexuales, negaría cualquier solicitud. Hasta a mi, que la acabo de escribir, me parece una frase tajante y altamente impopular que tal vez debería haber dulcificado. ¿Cómo se puede ser tan inhumano, habiendo posibilidad científica, de negar a alguien la oportunidad de realizarse personalmente con la maternidad y/o la paternidad? Me temo que seguiré por el camino de la aspereza formal: pues del mismo modo que se le niega una operación de miopía a alguien que no ve tres en un burro o una dentadura postiza a una viuda que cobra 460 euros al mes. Igual igual que a alguien con una enfermedad degenerativa galopante se le da cita para cuando probablemente no haya nada que hacer. No es que no llegue para todo, es que no llega para casi nada. Lo sorprendente es que a la hora de establecer prioridades haya quien defienda, aunque sea tácitamente, que los que siempre se han jodido tienen que seguir jodiéndose porque su causa es menos fotogénica, menos mediática o no ha encontrado unos finísimos paladines que inventen palabros para defenderla.

No sé si caemos en la cuenta de que esta realidad que tanto nos cuesta aceptar, que nos hace protestar, reivindicar y patalear hasta la extenuación, era una cuestión totalmente asumida por las generaciones anteriores. Mi difunto padre y mi madre antes de que se le fuera la cabeza, por ejemplo, ya sabían que la vida en general es una sucesión de inmensas putadas — y satisfacciones, no nos pongamos tremendistas— con las que no queda otra que apechugar. Por descontado que hay que hacer frente a las injusticias y no dejarse doblegar por quienes nos las imponen, pero en muchos casos, la adversidad viene sin que la traiga ningún malnacido. Y sí, en esta parte del mundo y por una serie de acontecimientos históricos y azares en los que merecerá la pena entrar en otro momento, es cierto que disponemos de un Estado que debería tender a amortiguar los golpes y a hacernos la existencia más llevadera... en la medida de lo posible. Sin embargo, si no hubiéramos reducido a polvo nuestro índice de tolerancia a la frustración, tendríamos muy claro que hay un puñado de morlacos con los que debemos vérnoslas sin la ayuda de la autoridad competente. Ser bajito y rechoncho como servidor, que a uno lo quieran más o menos, carecer de aptitudes para escalar el K-2, no encontrar la media naranja o el cuarto de melón, encontrarlos y perderlos al rato siguiente, no tener una polla como una olla o unas tetas de escándalo... En todo eso y en muchísimos otros reveses bastante más graves no puede —y quizá no deba— entrar ningún gobierno.

Volveré a sonar desagradable: no tener hijos deseándolos es uno de esos infortunios de los que no cabe pedir cuentas a la administración. Si pensamos que sí, como veo a mi alrededor, será difícil fijar límites. No habrá cuita cuya resolución urgente no se reclame como derecho inalienable... e imposible de cumplir. Ya no hablamos de política ni de ideología, sino de algo más primario, de esa vida —vuelvo a insistir— que nos sonríe durante un segundo por cada quince que se descojona de nosotros.

Como se habrá comprobado, en esta reflexión zigzagueante he vadeado el pantano del género y la identidad u orientación sexual. Sinceramente, creo que no procede mezclarlo en este debate, que afecta a todas las personas y no solo a unas cuantas. De hecho, sostengo que una de las grandes torpezas —o pensando mal para acertar, una de las actitudes intencionadamente perversas— de Ana Mato y el Gobierno del PP ha sido aprovechar el viaje para castigar los modelos de relación que se salen de su ideario. Pudiendo haber optado por la supresión de todos los tratamientos de fecundación asistida, ha decidido mantenerlos únicamente para los matrimonios establecidos de acuerdo a la (rancia) tradición. Quiero anotar que eso no se me escapa y que me parece deleznable por dos motivos. El primero, por la estrechez mental y la injusticia que manifiestan. El segundo, porque ha enmerdado lo que debería haber sido un enriquecedor intercambio de opiniones sobre los servicios públicos deseables y los posibles, sobre el tipo de ciudadanos en que nos estamos convirtiendo... y sobre la vida, que tantas veces he mencionado en estas líneas.

Intuyo que de aquí saldrán unos cuantos apuntes más.

domingo, 28 de julio de 2013

Cacerías

Supongo que me lo he ganado a pulso. Solo a mi se me ocurre dedicar la última columna antes de las vacaciones a un asunto de esos en los que es mejor no llevar la contraria a los poseedores de la verdad. ¿A uno he dicho? En realidad eran dos los charcos que pisaba en el mismo puñado de líneas, y ambos, hay que ser bruto, lejanos a la ortodoxia. Por un lado estaba el cenagal de los tratamientos de fertilidad y por otro, el despeñadero de los linchamientos a según quién, que es por donde enfilaré este apunte aclaratorio. Sobre lo primero, aún tengo unas cuantas ideas que poner a enfriar...

No me gustan las lapidaciones. Ni siquiera las dialécticas. Me da igual que la víctima sea Ada Colau, el maquinista del Alvia o una ministra del PP. Sí, aunque no sienta por ella la menor simpatía, aunque esté convencido de que es una calamidad, aunque me provoquen vergüenza ajena sus decisiones y sus declaraciones. Llego a entender la crítica mordaz, la carga de profundidad, incluso una rociada verbal de racimo acorde a cargo, nulidad y sueldo. Hay testigos de que me he sumado en más de un caso a prácticas como esas. Pero me detengo en cuanto empiezo a percibir ojos inyectados en sangre y competiciones por ver quién es el más despiadado. Ahí pierde sentido el objetivo inicial. El fondo se va al carajo en beneficio de las formas... de las malas formas, las que no distinguen arre de so, las que bendicen insultos machistas, sobradas basadas en el aspecto físico o cualquier garrulez de las que en otras circunstancias nos harían saltar al cuello de quienes las profieren.

Hace un par de días, Iñigo Sáenz de Ugarte clamaba en eldiario.es con toda la razón del mundo contra las tundas mediáticas. Comparto la reflexión de la cruz a la raya, pero no serviría de nada que lo hiciera si en la misma frase —esta— no añadiera que la validez de esa denuncia está sujeta a su universalidad. No caben excepciones por afinidades. También cuando las cacerías son sobre quienes nos caen antipáticos deberíamos pedir templanza y, desde luego, bajarnos en marcha de la cuadrilla de acollejamiento. Es una cuestión ética o deontólogica, por descontado, pero como ya sé que eso se la trae al pairo a más de quince, anoto que también hay un propósito pragmático. Hay quien desea y celebra que cualquier materia de debate se reduzca a refriega en territorio embarrado porque ahí están seguros, como poco, de empatar. Y suelen ganar porque a fuerza de amos y años de entrenamiento, son expertos en juego sucio. Su gran logro de un tiempo a esta parte es haber conseguido tener enfrente a unos tipos tan cerriles como ellos. ¿Una prueba? El modelo de tertulia de la TDT se ha extendido a los canales convencionales. Lo de menos es el qué. Gana quien más grita, quien más insulta, quien más manipula, quien más pico demuestra. Pensemos por un minuto si esa es la defensa más adecuada de nuestros argumentos.

Me sé excepción y hasta bicho raro. Sigo creyendo en lo que digo y escribo, sin perder jamás de vista que puedo estar equivocado o que lo que postulo tiene opciones de ser solo una parte infinitesimal de la verdad. En cualquier caso, y aunque también voy al límite con los adjetivos de punta, no me sale de las narices ir por sistema a la tibia del contrario. Por mucho que se llame Ana Mato.

La otra cuestión, la de los tratamientos de fertilidad, la dejamos para el siguiente apunte.

jueves, 25 de julio de 2013

No sé nada

Y hoy tampoco sé nada. O casi. Apenas que no existe la certeza de acabar el día que se empieza. Que seguramente es mejor no pensar en ello demasiado. Solo el instante preciso que te permita saberlo, tenerlo presente, actuar en consecuencia. Pero no durante uno o dos minutos después de la toma de conciencia. Todo el tiempo. Para que el último suspiro no te encuentre desprevenido. Para tener la convicción de haber vivido justo en el recodo del camino en que vayas a dejar de hacerlo. Para que alguien pueda acariciar tu recuerdo, pellizcarlo, abrazarlo como si aún estuvieras ahí.